CÓMO
DERECHIZAR A UN IZQUIERDISTA
JULIO
16, 2013
POR: FREI BETTO
Ser de izquierda es, desde que esa clasificación surgió con la
Revolución Francesa, optar por los pobres, indignarse ante la exclusión social,
inconformarse con toda forma de injusticia o, como decía Bobbio, considerar una
aberración la desigualdad social.Ser de derechas es tolerar injusticias,
considerar los imperativos del mercado por encima de los derechos humanos,
encarar la pobreza como tacha incurable, creer que existen personas y pueblos
intrínsecamente superiores a los demás.
Ser
izquierdista -patología diagnosticada por Lenin como ‘enfermedad infantil del
comunismo’- es quedar enfrentado al poder burgués hasta llegar a formar parte
del mismo. El izquierdista es un fundamentalista en su propia causa. Encarna
todos los esquemas religiosos propios de los fundamentalistas de la fe. Se
llena la boca con dogmas y venera a un líder. Si el líder estornuda, él
aplaude; si llora, él se entristece; si cambia de opinión, él rápidamente
analiza la coyuntura para tratar de demostrar que en la actual correlación de
fuerzas…
El
izquierdista adora las categorías académicas de la izquierda, pero se iguala al
general Figueiredo en un punto: no soporta el tufo del pueblo. Para él, pueblo
es ese sustantivo abstracto que sólo le parece concreto a la hora de acumular
votos. Entonces el izquierdista se acerca a los pobres, no porque le preocupe
su situación sino con el único propósito de acarrear votos para sí o/y para su
camarilla. Pasadas las elecciones, adiós que te vi y ¡hasta la contienda
siguiente!
Como el
izquierdista no tiene principios, sino intereses, nada hay más fácil que
derechizarlo. Dele un buen empleo. Pero que no sea trabajo, eso que obliga al
común de los mortales a ganar el pan con sangre, sudor y lágrimas. Tiene que
ser uno de esos empleos donde pagan buen salario y otorgan más derechos que
deberes exigen. Sobre todo si se trata del ámbito público. Aunque podría ser
también en la iniciativa privada. Lo importante es que el izquierdista sienta
que le corresponde un significativo aumento de su bolsa particular.
Así sucede
cuando es elegido o nombrado para una función pública o asume un cargo de jefe
en una empresa particular. De inmediato baja la guardia. No hace autocrítica.
Sencillamente el olor del dinero, combinado con la función del poder, produce
la irresistible alquimia capaz de hacer torcer el brazo al más retórico de los
revolucionarios.
Buen
salario, funciones de jefe, regalías, he ahí los ingredientes capaces de
embriagar a un izquierdista en su itinerario rumbo a la derecha vergonzante, la
que actúa como tal pero sin asumirla. Después el izquierdista cambia de
amistades y de caprichos. Cambia el aguardiente por el vino importado, la
cerveza por el güisqui escocés, el apartamento por el condominio cerrado, las
rondas en el bar por las recepciones y las fiestas suntuosas.
Si lo
busca un compañero de los viejos tiempos, despista, no atiende, delega el caso
en la secretaria, y con disimulo se queja del ‘molestón’. Ahora todos sus pasos
se mueven, con quirúrgica precisión, por la senda hacia el poder. Le encanta
alternar con gente importante: empresarios, riquillos, latifundistas. Se hace
querer con regalos y obsequios. Su mayor desgracia sería volver a lo que era,
desprovisto de halagos y carantoñas, ciudadano común en lucha por la
sobrevivencia.
¡Adiós ideales,
utopías, sueños! Viva el pragmatismo, la política de resultados, la
connivencia, las triquiñuelas realizadas con mano experta (aunque sobre la
marcha sucedan percances. En este caso el izquierdista cuenta con la rápida
ayuda de sus pares: el silencio obsequioso, el hacer como que no sucedió nada,
hoy por ti, mañana por mí…).
Me acordé
de esta caracterización porque, hace unos días, encontré en una reunión a un
antiguo compañero de los movimientos populares, cómplice en la lucha contra la
dictadura. Me preguntó si yo todavía andaba con esa ‘gente de la periferia’. Y
pontificó: “Qué estupidez que te hayas salido del gobierno. Allí hubieras
podido hacer más por ese pueblo”.
Me dieron
ganas de reír delante de dicho compañero que, antes, hubiera hecho al Che
Guevara sentirse un pequeño burgués, de tan grande como era su fervor
revolucionario. Me contuve para no ser indelicado con dicho ridículo personaje,
de cabellos engominados, traje fino, zapatos como para calzar ángeles. Sólo le
respondí: “Me volví reaccionario, fiel a mis antiguos principios. Prefiero
correr el riesgo de equivocarme con los pobres que tener la pretensión de
acertar sin ellos”.
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