martes, 3 de marzo de 2015

DE CONFRONTACIONES Y DEFENSAS
Por: Rolando Breña

El Presidente Ollanta Humala lanzó en su mensaje presidencial del último 28 de Julio, un llamado a dejar la confrontación en aras de la gobernabilidad y el desarrollo del País.
Los acontecimientos posteriores no dejan la idea que el llamado solo concierne a los opositores y críticos del gobierno. Que solamente éstos y el movimiento social contestatario son quienes incurren en la confrontación y solo ellos deben parar. Pero sucede que la mayor violencia verbal, los anatemas, insultos y las descalificaciones más virulentas tienen su origen en los previos nacionalistas y los funcionarios públicos del gobierno central. Nos quieren hacer creer que la confrontación es sinónimo de oposición, por lo tanto somos los opositores los únicos que confrontan al manifestar sus desacuerdos o reclamos; en consecuencia, Humala y su llamado lo que pretenden es acallar las críticas con el pretexto de la gobernabilidad. Además, desde su mensaje es fácil constatar que es el oficialismo el que ha contribuido de la peor manera a elevar la temperatura política desde las cúpulas del Palacio de Gobierno, los espacios parlamentarios y Ministeriales, por supuesto, con la serie de inconductas, y regularidades e ilegalidades que investigan o se procesan en el Congreso o el Poder Judicial.
Pero ¿Acaso la confrontación ideológica, política o social no es inherente a un Estado democrático? La confrontación y la polémica sobre principios, programas o políticas, por lo mismo, es legítima y necesaria. Entendida así, es normal que se ponga entredicho un gobierno y sea objeto de escrutinio público, lejos de ser temido debe ser propiciado y promovido, pues fortalece y desarrolla las convicciones democráticas, pone a prueba la fortaleza y la viabilidad de las instituciones y se forjan mejor los elementos para una conciencia nacional y ciudadana. La ausencia de esta confrontación añade ingredientes a la violencia. Una sociedad en la que nadie discute, ni escucha, ni dialoga, es candidata permanente a la anarquía social, a la violencia, a los autoritarismos y dictaduras.
Debe preocuparnos lo que sucede ahora en el Perú, no por las confrontaciones políticas (que no existen) sino por los enfrentamientos políticos en los que se dan cita solo adjetivos e insultos.
El gobierno se siente acorralado y agredido y hace uso de una política defensista que enfrenta a casi toda la institucionalidad. Y lo hace de manera autoritaria, con lenguaje cada vez más violento. Toda crítica es tomada como ataque, toda observación es casi una afrenta, toda alusión a posibles incompetencias o irregularidades es casi un insulto, cualquier investigación es sinónimo de conspiración o desestabilización. Toman cuerpo las tendencias de victimización y paranoia. Se utilizan todas las tribunas públicas para ensayar defensas y desautorizaciones. No hay espacio posible a la autocritica o a la reflexión serena. La exaltación oratoria y el desborde descalificatorio se han convertido en lo cotidiano.
Es razonable que quienes se sientes agredidos puedan defenderse. Es el mismo derecho para cualquier ciudadano. Pero las formas, los métodos, son más exigibles a quienes detentan las más altas responsabilidades. Puede justificarse alguna reacción impropia o exagerada en ciudadanos comunes y corrientes, pero no en quienes ejercen las más altas funciones de gobierno. Menos se pueden aceptar interferencias o amenazas que pongan en peligro la autonomía de funcionarios e instituciones.
Precisamente, estos últimos días hemos sido testigos de un desborde peligroso en el trato al Ministerio Público. El Presidente de la República en discursos públicos y declaraciones, al referirse a las investigaciones sobre presuntas irregularidades en el acopio de fondos para su campaña electoral y en las que se implicaría Nadine Heredia, utilizó frases más que ofensivas. Expresó que las investigaciones eran una “salvajada”, “un mamarracho”. Al referirse concretamente al Fiscal encargado lo llamó “mentiroso” y “loco”. Reiteramos, cualquiera puede sentirse indignado por actos considerados injustos o abusivos. Pueden ser justificadas protestas y reclamos. Pero un Presidente de la República tiene la obligación de conservar ecuanimidad, serenidad y medir bien sus reacciones. Aun considere errada o injusta una investigación, debe ser el primero en respetar las instituciones del País y sus decisiones  


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